Ventanas para mirar

Raúl O. Fradkin

 

Sabido es que toda observación histórica es necesariamente indirecta y fragmentaria. Y más aún si se apela a expedientes judiciales criminales que como estos se tramitaron en el sur bonaerense en la década de 1850. Por momentos, quien lo intente podrá sentir que se está aproximando a un mundo social de otro tiempo o, mejor dicho, a diversos ambientes sociales de ese tiempo. Pero deberá estar alerta: la tarea será incompleta, le exigirá emprender varias relecturas y en el mejor de los casos solo podrá obtener una aproximación, más o menos satisfactoria. Sin embargo, cada expediente aparenta contener toda la información disponible sobre un determinado hecho. Pero, aun los más extensos y documentalmente más nutridos solo informan parte de lo sucedido. La información que condensa generalmente no informa la historia anterior que lo hizo posible y es demasiado lo que escapa a la observación, incluso sobre el mismo desarrollo del proceso. De este modo, cada expediente se asemeja a la punta iceberg y fenómenos, situaciones y procesos más densos, más amplios y más profundos resultan elusivos. Muchas veces aquello que resulta más rápidamente observable no es necesariamente lo más significativo.

A pesar de ello, la historiografía ya ha demostrado que el análisis cuidadoso y exhaustivo de los expedientes judiciales constituyen recursos ineludibles para el análisis histórico de los más variados temas y problemas y no solo para emprender una historia social del crimen o de la justicia. Especialmente los procesos criminales pues son el tipo de expedientes judiciales que mayor información proporcionan sobre aquellas personas que integraban la amplia mayoría de la población y la brindan en una proporción mucho mayor que los expedientes judiciales civiles o comerciales. No hace falta explicar que no es una casualidad.

Los hechos que se juzgaron en estos procesos que presentamos todavía no estaban clasificados y jerarquizados previamente en un código que definiera con aparente precisión su naturaleza o las penas que podrían corresponderles a los acusados. Y a pesar que solo una parte de los agentes que los llevaban adelante eran letrados, todos los que intervenían en sus distintas instancias los inscribían dentro de un marco normativo. Era un conjunto abigarrado y muchas veces contradictorio que abrevaba tanto en la tradición jurídica castellana como en las disposiciones y prácticas forjadas por la misma experiencia de gobierno y administración de justicia. Así, la carátula que se asentaba en su primera foja y que de alguna manera orientaba el desarrollo del proceso era también la que intentaba asignarle una cierta lógica aunque no fuera necesariamente la que derivaría del proceso ni la única que contenía. Que muchas veces esa misma carátula no resultaba suficiente se advierte apenas se registran en la lectura atenta otros indicios, tanto o más sugestivos. Ante todo, una suerte de clasificación simple, quizás hasta burda pero no por ello con menor implicancia: la anotación de “grave” o “leve” tendía a incidir en el desarrollo del mismo proceso y en la actitud de los magistrados. 

Los que se presentan en esta oportunidad son solo nueve procesos que se tramitaron en el Departamento Judicial del Sur del Estado de Buenos Aires entre 1855 y 1857. Son muy pocos, por cierto, pero no por eso desechables. Como es sabido este departamento comenzó a organizarse en 1853 junto al que se organizó simultáneamente en el norte de la campaña y que se sumaron al ya existente en la ciudad; tres años después, a ellos se agregó un tercero para el Centro. De este modo, los primeros Departamentos judiciales de campaña y que solo tenían competencias en lo criminal comenzaron a funcionar antes que Buenos Aires dictara su propia constitución en 1854. Ambos aspectos de esa coyuntura son sustantivos y no pueden ser soslayados. Indican, por un lado, el imperio de una convicción: la prioridad asignada por el nuevo elenco gobernante a la justicia criminal en el ámbito rural. Por otro, también uno de los atributos del embrionario “Poder Judicial” en gestación. De esta manera, si bien se proclamó que ese poder sería “independiente de todo otro en el ejercicio de sus funciones” y que contaría con un Tribunal Superior de Justicia, era más una profesión de fe que una realidad constatable. En definitiva, ese mismo texto constitucional delegó en leyes posteriores que habrían de dictarse la facultad de delinear cuál sería efectivamente su organización. [1] De este modo, el Departamento comenzó a funcionar antes que se dictaran esa constitución y las leyes que debían ponerla en práctica. Y por supuesto, ellas tuvieron su propia historia y solo se pueden comprender situándolas en el contexto de otras dedicadas no solo a la reorganización de la administración de justicia sino también el entero gobierno de la campaña. No pueden soslayarse algunas de las más importantes, tanto aquellas que signaron la construcción institucional del estado (como las leyes dictadas establecer las municipalidades y las Guardias Nacionales en 1854 o el restablecimiento de las comisarías de campaña en 1857) como otras más efímeras (como la que ese mismo año pretendió conformar las prefecturas). En buena medida, todas buscaban recortar las competencias y las funciones de aquella “monstruosa institución”, como calificó Valentín Alsina a los juzgados de paz que habían sido - y seguirían siendo – piezas claves en el gobierno de los partidos. Como es sabido, entre los deseos y la realidad las distancias pueden ser abismales y esta vasta tarea de diseño institucional solo se fue completando mucho después y habrá que esperar a 1865 para que se dictase el Código Rural, a 1875 para que se instaurara la Corte Suprema de la Provincia y a 1877 para que se sancionase un Código Penal. [2]

Mientras tanto, las nuevas concepciones y prácticas convivieron y se combinaron con otras mucho más antiguas que se compadecían mal con los principios y garantías liberales que se invocaban. Y probablemente en el ámbito donde ello se demostró con mayor claridad fue en la justicia criminal. El Departamento Judicial del Sud, por tanto no venía a ocupar un vacío ni normativo ni institucional y el formato territorial adoptado se inspiró tanto en la fallida experiencia desarrollada en los primeros años de la década de 1820 de organizar una justicia letrada de primera instancia en la campaña como en la que resultó mucho más perdurable, la constitución de los departamentos militares. Pero, sobre todo, porque sus jueces letrados y el conjunto mucho más amplio de agentes que intervinieron en la administración de la justicia criminal lo hicieron inscriptos en tradiciones, saberes y prácticas densamente forjadas. No puede sorprender, entonces, que el papel que efectivamente tuvo esta justicia letrada en el enjuiciamiento de la criminalidad fuera muy limitado y se ha podido calcular que entre 1855 y 1859 en el Departamento del Sud se trataron tan solo 155 causas y que en su abrumadora mayoría fueran por delitos contra las personas, una situación que cambiaría muy lentamente en los años posteriores.[3] Por tanto, la amplia mayoría de los “hechos malos” como los había definido la Partida VII (y que seguía orientando la justicia criminal) no llegaban a ser juzgados en esta instancia de justicia letrada.

Esta documentación le ofrece al observador la posibilidad de acceder a diversas ventanas para “mirar” esa realidad social histórica aunque cada una de ellas sea indefectiblemente parcial, sesgada y, en mayor o menor medida, distorsionada. Cada proceso no es un texto aunque contenga una narrativa; es, más bien, un conjunto de textos y contiene más de una narrativa, todas fértiles y sugestivas para la historia social y cultural pero también para otras formas de hacer historia. En ese contexto, los interrogatorios de los acusados resultan a primera vista los más atractivos tanto por lo que se le preguntó como por sus respuestas; pero también por aquello que no se les interrogó o las partes de sus respuestas que resultaron soslayadas. No se trata, por cierto, de relatos verídicos sino a lo sumo más o menos verosímiles, interesados y sesgados como todo testimonio, mediados e intervenidos por quienes hacían de escribientes. Con todo y con muchos recaudos constituyen ventanas para observar códigos y prácticas sociales y culturales e imaginar situaciones posibles. Podría pensarse que los testimonios de los testigos fueran más veraces pero también conviene andar con cuidado en la medida que se juzgaban hechos sucedidos en ámbitos sociales circunscriptos, entramados de lazos interpersonales en los cuales poco y nada quedaba fuera del conocimiento comunitario. Los acusados, por tanto, dependían mucho de su “fama”, esa forma específica de “opinión pública” socialmente construida y reproducida y que podía definir en buena medida su destino. Todos proporcionan, además, otras informaciones sobre la cotidianeidad rural y pueblerina, el vocabulario social y legal y los modos de decir y transcribir, por ejemplo. Leído y examinado cada expediente junto a otros abiertos en el mismo partido en años anteriores y posteriores (y por supuesto junto a otras fuentes) ellos ofrecen indicios y evidencias para reconstruir con cierta precisión las características y las tensiones que atravesaban a cada uno de esos entramados sociales y territoriales y los modos de ejercicio del gobierno local. Podría decirse que habilitan un modo diferente de analizar la construcción del estado desde sus márgenes.

Algunos alegatos de acusación y de defensa pueden también leerse provechosamente. No todos tienen, por cierto, la misma densidad argumentativa pero habilitan un examen de la cultura legal efectivamente existente y que de diferentes maneras no se circunscribían a los letrados. Pueden, por tanto, ofrece un acceso privilegiado a la difusión y contraposición de nociones y concepciones jurídicas y políticas en esos años particularmente críticos. Y probablemente todavía más fina y más cuidadosa deberá ser la lectura de las pruebas, de los criterios y procedimientos tenidos en cuenta para valorarlas e incluso para aceptarlas como válidas. Y, todavía más recaudos será necesario tomar al examinar los fallos escuetos y las sentencias en un orden jurídico donde aún los jueces no estaban obligados a fundamentarlas. Pese a ello, este tipo de expedientes permiten indagar los roles que cumplieron estos jueces en el gobierno de los campos.

Podría decirse que los procesos criminales contienen, entonces, varias ventanas y cada una de ellas permite aproximarse a fenómenos muy distintos, ninguno en forma completa pero todos sustantivos; y algunos más sugestivos que otros, de acuerdo a la sensibilidad, el conocimiento, la destreza del que intenta observar y, porque no también su intuición.

 



[1] Constitución del Estado de Buenos Aires. Publicación Oficial. Buenos Aires, Imprenta de "La Tribuna", 1854.

[2] Melina Yangilevich, Estado y criminalidad en la frontera sur de Buenos Aires, 1852-1880, Rosario, Prohistoria,  2012; “Prefecturas, comisarías de campaña y construcción estatal en la Provincia de Buenos Aires (Argentina) a mediados del siglo XIX”, en Secuencia, Nº 102, pp. 70-99.

[3] Eduardo Míguez y Melina Yangilevich, “Justicia criminal y Estado en la frontera de Buenos Aires, 1852-1880”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, Nº 32, 2010, pp. 107-137.

 

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